MEJOR JUSTICIA QUE PERDON





Los principios de humanidad mal entendida, no autorizan a ningún gobierno para hacer por la fuerza, libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos.




Simón Bolívar (Manifiesto de Cartagena, diciembre 15 de 1812)


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jueves, 6 de septiembre de 2012

El parecido entre Santos y Petro

Antes a los políticos les bastaba ganar las elecciones y ejecutar lo que bien les parecía; había una elección basada en las condiciones de liderazgo personal que engalanaban a los candidatos, y se confiaba en que su criterio servía para solucionar las cuestiones que afectaban la vida de todos. Luego el cargo público avanzó para hacerse más representativo; fue necesario un vínculo más fuerte entre electores y elegidos, los programas de gobiernos se convirtieron en una pieza esencial para la democracia. Se elige para que haga unas determinadas tareas, más que por sus calidades personales -sin que aquellas puedan excluirse. El proceso se siguió sofisticando; en la medida en que las comunicaciones son más efectivas, los ciudadanos de apartadas zonas al igual que los de las capitales tienen capacidad para expresar sus ideas y manifestar su inconformismo; ahora no sólo es necesario un programa sino que la ciudadanía participa. Las decisiones de los gobernantes se evalúan casi instantáneamente. Esto impone un nuevo reto a los elegidos, que deben aceptar su condición de servidores públicos.

Hay una pregunta central en el quehacer político que cobra, en este contexto, la mayor importancia, a saber: ¿debe la política cambiar la sociedad para hacerla mejor? Parece, en una primera lectura, una cuestión obvia; claro que todos queremos estar mejor. Sin embargo, no deben pasar desapercibidas las sutilezas que la hacen más compleja. ¿Quién debe decidir lo que es mejor? Esta cuestión implica la reflexión en torno al poder de la democracia y, la legitimidad y límites que tienen los gobernantes para tomar decisiones a nombre de todos.

Otro asunto por considerar es la naturaleza de la decisión misma; sus implicaciones. Parecería aceptable que la política abogue por el mejoramiento de los aspectos económicos, para que todos tengamos mejores condiciones de vida. Esto incluiría la provisión de bienes públicos (defensa, lucha contra la pobreza), incluyendo bienes con externalidades positivas para la sociedad (salud y educación), la protección de los recursos comunes… Hasta que aparece la difícil cuestión de la moralidad. ¿Debe la política incluir aspectos morales; para que todos seamos mejores personas, para que la sociedad sea mejor?

Cuando todos estamos de acuerdo con lo que es bueno, la respuesta es sencilla. Sin embargo, lo que se considera bueno no necesariamente es lo mismo para todos. La economía enfrenta el dilema con el concepto de bienes meritorios. Por ejemplo; usar el cinturón de seguridad. Cuando se hizo obligatoria la conducta muchos ciudadanos sintieron vulnerado su derecho a la libertad, pues se entendía una conducta esencialmente privada. Los teóricos hicieron ingentes esfuerzos para estudiar si existía un fundamento para la prohibición y aunque el debate subsiste, algunos concluyeron que se trataba de un bien privado que revestía un riesgo individual y por ello el Estado podía regularlo. Es el mismo caso de la prohibición de las drogas y del alcohol.

El asunto es que hay bienes privados, conductas esencialmente privadas cuyo daño se circunscribe a quien lo practica. El Estado en principio debería ser neutral, pues en teoría no debe asumir posiciones morales; pero cada vez más aparecen bienes meritorios.

La obesidad, por ejemplo, ilustra el caso. Es creciente la preocupación social por la “epidemia de obesidad”. A medida que la sociedad lo ha exigido, el Estado ha optado por incentivar conductas que la combatan: reformar los menús infantiles, etiquetas informativas en los productos. Poco a poco avanzamos hacía un contexto donde será más abierta la acción estatal para evitar la gordura.

Este caso contrasta con lo que vivimos en Colombia donde los mandatarios no sólo se sienten capaces de saber lo que es mejor, sino que no reflexionan mucho sobre el asunto de imponernos sus propias convicciones. Tenemos un Presidente que tenía un programa y un ideario por el que fue elegido, y que luego se creyó superior al mandato de sus electores. Y un Alcalde en Bogotá que todos los días aparece con decisiones que a él le gustan y que le parecen buenas y pretende instruirnos a todos. Esa suficiencia moral de nuestros gobernantes empieza a cobrárseles; las sociedades de alguna manera saben qué quieren y para dónde van; y no buscan ni creen en iluminados que las conduzcan.



@PalomaValenciaL



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