Por Rafael Nieto Loaiza
De repente las voces que defienden la
prohibición de cultivar y comercializar drogas se han silenciado. Con
ocasión del referendo para la legalización de la marihuana en
California, no se oye por estos lares sino a quienes creen que la lucha
actual es un fracaso y que el ‘prohibicionismo’ debe ser abolido.
Quienes defienden la necesidad de un
viraje en el manejo del problema tienen, para nuestro caso, tres
argumentos fundamentales. Uno sostiene que “el Plan Colombia está lejos
de ser modelo de éxito [… y] la oferta en Colombia continúa igual”. La
afirmación es falsa. Si antes del Plan Colombia teníamos más de 180.000
hectáreas de narcocultivos, a fines de 2009 eran 60.000, una reducción
de dos terceras partes. Más allá de semejante impacto, es seguro que
sin el Plan los narcocultivos se habrían multiplicado, con
consecuencias nefastas: el fortalecimiento de los grupos armados
ilegales que se nutren del narcotráfico y el aumento de la corrupción y
la infiltración de la criminalidad en la política y el gobierno.
Otro alegato sostiene que la
“militarización como fórmula para combatir las mafias y la producción
ha sido ineficaz”. Puede ser el caso de Afganistán hoy, pero
ciertamente no es la realidad colombiana. El Plan Colombia fortaleció
decididamente a la Fuerza Pública y, junto con la política de seguridad
democrática, es responsable del desmonte de las autodefensas y de la
fragilidad actual de las Farc y el Eln. Aunque suene obvio, hay que
repetirlo: la simbiosis entre grupos armados y narcotráfico hacía
indispensable que los militares entraran en la lucha contra el
narcotráfico. Sin la participación activa de las Fuerzas Militares no
hubiesen sido posibles los éxitos actuales. Una aproximación
exclusivamente policial habría sido insuficiente. En cambio, la
combinación de esfuerzos se tradujo en una reducción del 95% en los
secuestros y en 13.000 homicidios menos por año.
Finalmente sostienen que “un capo
preso, extraditado o muerto es reemplazado en poco tiempo por otro más
poderoso y peligroso que el anterior”. La afirmación riñe con la
evidencia. Mucho va del cartel de Medellín, Pablo Escobar y los
Rodríguez Orejuela a… ¿alguien recuerda los nombres de los capos de
hoy? No, porque su poder y su capacidad de hacer daño han disminuido en
forma sustantiva. Sigue habiendo narcos y mafias, claro, pero ya no son
los de antes.
Es verdad que de aprobarse el referendo
en California sería indispensable dar un debate global sobre el asunto.
No pareciera tener sentido que en los países productores, Colombia a la
cabeza, nos aboquemos a enfrentar a sangre y fuego el narcotráfico, con
un costo enorme en vidas y dinero, y en el mayor consumidor del mundo
sea lícito cultivar y comercializar sustancias psicoactivas.
Pero lo cierto es que, más allá de ese
eventual debate, en Colombia había y hay hoy necesidad de enfrentar con
la fuerza legítima del Estado a los narcotraficantes, guerrillas
incluidas. Y de perseguir y desmontar los narcocultivos. Las políticas
de sustitución de cultivos y desarrollo alternativo y de salud pública
son indispensables, pero insuficientes. La aproximación militar y
policial es insustituible. La polémica sobre la eficacia global de las
políticas actuales en la lucha contra el narcotráfico no debe empañar
nuestra visión del problema. Deben ser nuestras necesidades y problemas
los que definan nuestra estrategia y no una gaseosa discusión
internacional que, además, no se ha dado.
Octubre 31 de 2010